Soy una de esas personas extrañas, de esos que miras y no sabes de dónde son. Soy un hombre confundido que ahora deja la inercia del pensamiento. Desprendido de mi mismo, porque atravesé las fronteras débiles de mi persona y no encontré nada. Entonces busqué importarme, luego me importé, me odié, en un minuto desaparecí hasta del espacio. Estuve lejos, tan lejos como donde el dolor de las entrañas paróxicas derrite tu piel, luego tus viseras y entonces se te desgarra el alma. Te desintegras, tu vida no es más que una centrifugadora que no sabe cómo parar. Los miedos parecieran ser las llamas del mismo infierno, la culpa el verdugo del sacrificio.
Pero entonces llegas al final del hoyo, el límite donde termina lo oscuro. Entonces te das cuenta que todo se desintegra, se deshace, pierde importancia. Y pese a todo sigues existiendo, limpio, inmaculado, brotando de la fuente misma.
Caes en cuenta que eres menos importante que una simple historia de ficción, de esas que tarde o temprano te toparás y te hará sonreír.
No es por fuera que nos encontramos como seres humanos, es por dentro que llegamos a entender que ser parte de este espacio/tiempo, es como ser amorosos dioses descubriendo el paraíso.
Estamos dañados porque cuando niños se nos condicionó el amor, porque aprendimos a buscarlo afuera y no entendimos que el amor somos nosotros mismos.
Amor atrapado en la oscuridad de nosotros mismos, tratando de germinar como lo hace la semilla en las oscuridades de la tierra.
Ahora entonces, tranquilo y quieto, me siento bajo la sombra de las parras y divago en las últimas y agrietadas fronteras de la mente.
NO VOY NI VENGO. SIEMPRE HE ESTADO Y SIEMPRE ESTARÉ. LA IMPERMANENCIA DE LA VIDA ME DELATAN COMO LA EXISTENCIA PRIMARIA, LA QUE JAMÁS MUERE, LA QUE LE DA EL ALITO DE VIDA AL HOMBRE.
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